domingo, 7 de mayo de 2017

EL CUENTO DEL FRASCO DE LAS LÁGRIMAS

EL CUENTO DEL FRASCO DE LAS LÁGRIMAS


Para cuando sostengas este relato entre tus manos y te dispongas a leerlo, ya sabrás, como yo sé, que la historia de una persona no cuenta nada por sí misma. Son los cruces y encuentros con los que las vidas se van entrelazando los que construyen situaciones perdurables y preciosas, y esos nudos fortuitos y únicos, sin importar la red, no pierden nunca su valor. Espero que este cuento sea uno de ellas.




Ella nació en el camino, en un caterva de feriantes que se iba desplazando en busca de ciudades y pueblos siempre nuevos. Dibujados sobre la tierra, en movimiento, se podría pensar que acabarían celebrando sus bailoteos y representaciones sobre el mismísimo horizonte. Con ellos aprendió las artes del oficio, las varias lenguas que requería el tratar con tantos, y un carácter vivaracho que la engraciaba a ojos de todos. Aunque procuraban no fijarse a ninguna ruta, sí es verdad que había un pueblo en las montañas al cual acudían todos los veranos al fundirse las nieves. En una de estas animadas y bulliciosas incursiones, y cuando aún era una niña, Ella lo conoció a Él. Un niño al otro lado de la plaza, que se le había quedado mirando quieto y embobado ¡Qué tímido era! ¿Por qué no se acercaba, si lo estaba llamando? Cuando él se acercó por fin, Ella le extendió la mano, ¿y podrás creer que lo que hizo fue llenársela con un ramillete de nomeolvides? Si ni siquiera lo conocía, ¿cómo iba a olvidarle? Tan avergonzado lo vio, que Ella lo abrazó. Tal fue el día que ellos se conocieron.
Las estaciones pasaron, y durante varios años se siguieron viendo cada verano en aquel poblacho montaraz. Y todas las veces, cuando llegaban, Él estaba esperando en el mismo sitio de la plaza. Y Ella suponía que debía haber estado esperando cada tarde en aquel lugar hasta que por fin apareciese. Sin embargo un verano de triste memoria la caterva de feriantes decidió no visitar el pueblo. De nada sirvieron los lamentos y súplicas con que Ella intentaba convencerlos. Así estuvo varios años, sin pisar ni oír noticias de Él. Y en todo este tiempo, a Ella parecía que le hubieran extirpado el animoso brío del que siempre había gozado, pues se pasaba las días ensoñando qué estaría haciendo Él ¿la echaría de menos?¿la estaría esperando aún en la plaza?¿se habría olvidado de ella?¡Cuán lastimoso era verla tan desanimada, como quien añora tiempos más felices! Todos estos momentos hubieran acabado como sueños infantiles en la vejez de Ella, sino fuese porque los feriantes después de varios años decidieron volver al pueblo de la montaña, poniendo fin a la mencionada ausencia. ¡Cuál no fue la alegría de Ella al verle, de pensarlo por perdido y encontrarlo de nuevo!¡Y qué apuesto se había vuelto, alto como un árbol y con su piel de duro bronce! Aquel verano fue la época más dichosa de sus vidas, pues en las habitaciones del amor teje la felicidad sus galas. Fueron lo que son los amores jóvenes, paseos donde el mundo es menos mundo, un tiempo juntos y palabras de eternidad. Pero ¡Ay! se olvidaron de la costumbre del verano, siempre sentenciado a esta dolorosa despedida. Y ahora más que nunca Ella llora por verse partir de nuevo como siempre. Los días que siguieron fueron oscuras noches en las que Ella no deseaba ni siquiera abrir los ojos, por no ver que él no iba a estar al abrirlos; ¿no se disiparía aquel dolor tan profundo del mismo modo que se sucedían los días y las noches? Pero ¿cómo olvidarle?¿no era el vaivén de la marea igual a los latidos de su pecho, o la tierra del mismo color que su piel? Era como si todas las plazas que iban visitando se hubiesen convertido en aquella plaza original que tan bien recordaba por quien tan bien quería, y en todas rememoraba aunque no quisiese las escenas y las palabras de aquel verano. El pensamiento de que no volvería a verle le afligió tanto que un día resolvió abandonar a los suyos y regresar al pueblo de la montaña con Él. Así que en el silencio de una noche, sin despedirse ni con esperanza de reencontrarse, se desprendió de los feriantes y se echó al mundo por sí misma.
El rumbo estaba claro: regresar al pueblo de la montaña a buscarlo. Desandó todas las ciudades de los últimos años, regiones enteras de poblachos y merindades, hasta que finalmente llegó a su destino. Me reservo el relatarte sobre los variopintos sucesos y personas de toda suerte que fue conociendo en su trayecto, porque si se contase una vida entera punto por punto, a ti te haría perder la tuya en la lectura. Sin embargo al llegar al pueblo de la montaña, sólo pudieron decirle que algunos años atrás Él se había marchado a buscarla a ella. Antes que caer en el desaliento que le producía no encontrarle, se animó pensando que el canto de los pájaros y el silbo del viento eran los mismos para los dos, y que la brisa que vestía su cuerpo también debería estar abrazándolo a Él, y que ambos estaban persiguiéndose como aves que se adentran en el horizonte. Con estas y otras reflexiones se espoleaba a sí misma, decidida a unir con los pies lo que ella sentía tan cerca. Que ante ella el rumbo ahora fuese el mundo entero no le asustaba, pues lo había recorrido tantas veces desde que podía recordar.
Estuvo muchos años buscando sin encontrar la menor señal que le orientase, por lo que cierta congoja empezó a corroerle el ánimo, y hubiera terminado por descorazonarla sino fuese porque tuvo la feliz idea de acudir a la capital del reino. A lo mejor Él había tenido la misma ocurrencia y entre aquella multitud podría por fin hallarle. En apenas unos dias ya estaba en la gran ciudad, ¡qué fragor de gentes! Allí sin duda podría encontrarlo. Pero debía trabajar tanto durante el día, limpiando y cocinando, que sólo conseguía salir durante la noche, cuando ya nadie caminaba por las calles. A veces creía verle paseando, y salía corriendo por asegurarse, pero nunca era Él. Al final acabó resignándose a no encontrarlo, hasta que alguien le aconsejó leer en las constelaciones del firmamento las respuestas a sus inquisiciones. Todas las noches Ella se las pasaba leyendo los signos de la bóveda celeste con tanto afán que parecía que esperaba de verdad que apareciese en ellos. Y se hubiese pasado ante el firmamento todas las noches de su vida, sino fuese por una viejecilla que la compadecía de verla tan desvelada:
  • Joven, el cielo se hizo para deleitar los ojos de los hombres, no para llenar sus corazones.
  • ¿Nada hay en él que me ayude?
  • Bella joven, jamás vi a las estrellas moverse por nuestras desgracias. Además, la persona a quien buscas antes toca el suelo que vuela el cielo. No creo que tus respuestas vengan de allá arriba.
  • ¿Es que se puede amar como yo amo, y que no sirva para nada?¿cómo puede el mundo seguir en pie y callado mientras yo siento que se me va la vida sin la persona a la que yo más quiero?¿Nunca ha de aparecer, por más que yo lo llame?¿es que no sirve de nada el amor?¿no ha de resolver nuestra distancia?
  • Bella joven, lo más obvio y natural del mundo es amar, pero los hombres necesitan recordarse constantemente lo que es obvio, y eso hace del mundo un lugar triste. Baja tu mirada de aquellos dibujos del cielo, más antiguos que tu amor, y parte sin perder más tiempo a resolver esa distancia.
  • ¿Pero por dónde empiezo a buscar, buena señora? Yo, que nací y viví siempre de camino a todas partes, me cansé de buscar. El mundo es demasiado grande para una vida.
  • De no ser por nuestras buenas intenciones, el mundo sería un silencio o un fracaso. Ese amor tan noble que sientes bien merece que lo busques.

Alentada por la viejecilla, Ella salió de la capital y retomó la búsqueda, aunque sin mayor fortuna que aquella que había dejado al llegar años atrás. Siguió visitando y preguntando sin recibir respuestas sobre la historia de aquel hombre en quien tanto pensaba. Una tarde la desgracia se la llevó. Andando por un bosquecillo una tarde, un forajido se enamoró de ella. Así que decidió raptarla y llevársela consigo. Era glotón, zafio y bárbaro como él solo, además de ser el más desconsiderado de los hombres. "Mi hija necesita una madre" iba diciendo mientras la arrastraba. Ella se escondía el rostro entre las manos para ahogar los gritos con que se iban apagando su libertad y su esperanza. Con el forajido y con su hija desvivió durante algunos años, y si bien la hija la trataba con cariño, el padre se airaba con tanta facilidad que no había día que no la azotase o apalease por cualquier nadería ¡Sabe Dios qué mal buscaba esconder con tanto dolor! Embrutecida por aquella reclusión y aquellas palizas, Ella empezó a olvidarse de Él, y el forajido se contentaba de ver cuán dócil se iba volviendo. Pero no comprendía cuál era el motivo por el cual Ella se consumía de tristeza. Una noche el forajido se desveló al oírla hablar en sueños. Al escuchar el amor con que conversaba, le entró tal pavor de pensar que el sueño podía raptarla y dejarla durmiendo para siempre, que la emprendió a golpes con ella para que despertase, y aún la hubiera sacado de esta vida de no ser por su hija, que se levantó a detenerle. Ante aquella crueldad, Ella lo miró y le dijo: "Ni te amo ni podré amarte nunca, porque siento que mi corazón está en otra parte". Dolido por la respuesta, decidió encadenarla para siempre en el lugar más desapacible y lóbrego ¡Cuánta pena de verse así, atada como un animal, y olvidada! La niña del forajido era su único recuerdo de las bondades del mundo. Un día le pidió a la niña que le trajese flores de nomeolvides, aquellas que Ella recordaba de quien más quería, así que la niña partió a buscarlas. Pero al ver que no regresaba, el forajido empezó a preocuparse. Cogió a Ella de las cadenas y salieron a buscarla. Al llegar a un pequeño prado la encontraron muerta sobre la tierra, sin ningún vestigio de quien o qué pudo haberla acabado de esa manera. Nunca sintió Ella tanta pena como aquel día, ni se ha visto llorar a un hombre como lo hizo el forajido entonces. El forajido, tras liberarla y con la niña entre los brazos, se volvió a Ella y le dijo: "Está muerta por tu causa... Huye de mí porque si no, he de matarte". Ella sin meditarlo ni un momento salió corriendo y se halló de nuevo en medio del mundo buscando.
Tras años caminando sin fe de encontrar a quien más quería, un día sus pies la condujeron hasta la emperatriz del mundo. Pero a Ella no le importaban ni las calles engalanadas, ni los bufones que pirueteaban, ni los brocados de las damas, ni los mullidos aposentos. Ella sólo lo quería a Él. Ya que no podía vivir con aquella otra parte de la historia que le faltaba, se resignó a contar la suya en aquella grandiosa ciudad. Tanta piedad movieron sus relatos en las gentes, que llegó a oídos de la emperatriz del mundo, y la hizo llamar ante sí.
  • Bella joven, vuestra historia ha llegado hasta mis oídos, y me ha conmovido tanto que no puedo sino concederos el favor que me pidáis.
  • Majestad, amé y perdí, amaba y busqué, amé tanto que aún amo, y amo sin encontrar esta mitad que siento que me falta.
  • Vuestra historia, joven, no es nueva ni en el mundo ni en estas salas. El emperador, que en paz descanse, recibió a cientos de hombres dolidos por causas como la tuya.
  • Efectivamente, el mundo debe de haberse acostumbrado a oír las quejas del amor, tantas que ha decidido no escuchar ninguna más, y nos ha dejado a los hombres la labor de sanarnos nuestras propias heridas. Pero esta historia es la mía, y este dolor es mio para siempre.
  • Ojalá pudiese ayudaros, pero ni el mejor de los regentes conoce a todos sus súbditos. Pedid y se os concederá.
  • Sólo os pido que me digáis de dónde procede esa flor de nomeolvides, con su agostada luz de pergamino, que guardáis a la sombra del trono.
  • Creo recordar que años atrás, un peregrino, como tú, vino con su historia, que es el alma de los hombres, y tras relatársela al emperador, que en paz descanse, sólo le pidió que guardase esta flor. Y luego pidió algo más, pero ya no lo recuerdo. El emperador era el custodio de aquellas palabras, y él ya no está entre nosotros.

Convencida de que aquellas memorias y esa flor eran de Él, Ella reemprendió su viaje. Te ahorraré el relato de todas las exuberantes selvas que cruzó, las ventosas estepas que la recibieron con hostilidad, los sedientos desiertos y el solitario mar. No te contaré los detalles innumerables de los viajes que realizó en los últimos años de su vida. Baste decir que no encontró a quien buscaba. Mayor en años y aterida de memorias tristes, llegó a un convento en el que unas monjas la acogieron durante los últimos años de su vida. Ya no tenía vigor ni salud para seguir viajando como había hecho en su juventud. Sólo le quedaba vivir allí lamentada y recoleta. El último resplandor de esperanza que tuvo en su vida llegó cuando las monjas le anunciaron que iban a viajar a no sé qué ermita, donde contaban que había aparecido un corazón de piedra ardiente que concedía un deseo a quien lo contemplaba. Ella quiso sumarse a aquel último viaje al que estaba dispuesta a acceder, a fin de pedirle al corazón ardiente su último deseo, pero unas fiebres la tuvieron encamada durante tanto tiempo, que de resultas de las mismas dijo sus últimas palabras: "Amigas, siento que muero por la mayor pena de mi vida, y no por estas fiebres. Muero lejos de todos a cuantos conocí un día, pero sobre todo muero alejada de quien más amaba. No sé ni si aún se le contará entre los vivos, o si hace tiempo que nos dejó y he estado buscando sin causa. Todo parece ya la lágrima de un mal sueño". Tras su último suspiro cuentan que su cuerpo se convirtió en pura sal. Cuando aún estaban decidiendo que harían con aquella estatua de sal, ésta empezó a llorar. Viendo que las lágrimas amenazaban con disolverla para siempre, las recogieron en un frasco que guardaron durante los cientos de años que estuvo el convento en pie. Lo que no sabían era que en las lágrimas de aquel frasco estaba el alma de Ella, dispuesta a esperar eternamente.
Las estaciones siguieron sus inamovibles cursos, muchas generaciones del convento heredaron la reliquia, y estuvo a salvo todos aquellos tiempos. Pero no hay paz que mil años dure. Unos bárbaros asaltaron el convento y lo hundieron en la sangre y el fuego. La monja más joven consiguió escapar con el frasco de las lágrimas, y se internó en el bosque para que no pudiesen encontrarla. Sin embargo allí sería cazada por una fiera que acabó con sus días; en el estrépito de la muerte, el frasco se cayó y se derramó sobre la tierra. De allí pasó a las raíces del árbol que quedaba al lado, y tanto deseo tenía Ella de seguir buscando, que el árbol empezó a crecer hasta hacerse enorme ¡Parecía que la tierra hubiese lanzado un dardo contra el cielo! Pues aún siguió creciendo más, tanto que llegó hasta el mismísimo cielo, donde los ángeles recogieron aquellas lágrimas de Ella. Ella se llenó de dicha al ver aquella belleza celestial de seres incólumes, donde cantaban coros armoniosos, como pájaros sin rama. Cuando divisó a un arcángel, las lágrimas recorrieron el trecho entre ambos y le preguntaron:
  • Guardián de estas ánimas angelicales, luz celebrada del mundo, eres el final de mi esperanza: ¿lo has visto, a Él? Dime por favor si pasea por esta relumbrante esfera.
  • Inestimables y contritas lágrimas, en este espacio no hay lugar para las sombras de los hombres. No obstante, nuestra luz no llega a todas partes, por lo que no poseemos la verdad sobre ningún asunto. Cuanto sé decirte es que su alma no está ya sobre la tierra.
  • ¿Dónde puede estar, dios mío?¿Dónde descansa su voz de primavera? Todo parece ya tan lejano: el rumor de la plaza en el verano, mi voz quebrada por el mundo que lo fue buscando, su presencia levantada en mi memoria sobre el abismo del olvido ¿Cómo puede el mundo separar a quienes con tanto denuedo se han buscado?¿Qué vacío pretendía crear con su fatal indiferencia, dios mío?¿Fue su existencia una infantil ensoñación?¿Es que debo morir viéndolo en mi pensamiento, porque pensé que nunca más volvería a verlo?¿Dónde está ahora el amor que la luz vistió?¿Dónde quedaron sus abrazos largos y encajados?¿Dónde su queriente mano sobre la noche fría? Nunca me arrepentiré de recordarle, y si debo olvidar con la muerte que me llegue, sé que es el precio de los vivos, que son recibidos por las sombras de los muertos luego de vivir bajo la luz del amor.
  • Alma entristecida, si llegaste hasta aquí es porque la Providencia te ha concedido la gracia de estar contemplando a Dios, sin tiempo ni olvido, que es el mayor bien que existe.
  • Devolvedme a la tierra, por favor, para que descanse en paz. No quiero región ni reino en el que me falte esa otra parte de mi historia. El cielo bien puede esperar en su pura eternidad.



Ante aquellas palabras lastimosas, el arcángel le concedió su petición. Envió aquellas lágrimas a volar sobre el mundo con las primeras nubes que pasaron, el último don que recibió en su vida, para ver si en un postrer oteo lo veía por fin. Y Ella siguió viajando sobre el mundo, pájaro del aire, pero no consiguió encontrarle. De repente divisó un terrible incendio, el más feroz que se haya visto jamás sobre la tierra, por el que los hombres clamaban y el viento gemía. Ella se halló entonces ante el dilema de llover sobre los campos para sofocar aquella tragedia, a costa de cuanto le quedaba de existencia, o seguir de largo siendo eterna nube en su búsqueda. Al divisar que un jardín de nomeolvides estaba ardiendo también, se decidió al fin. Hizo llover sus lágrimas durante semanas sobre las llamas voraces, hasta que consiguió sofocar el fuego y morir con él. 

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