sábado, 28 de enero de 2017

El sauce de Perséfone (Romance)

EL SAUCE DE PERSÉFONE

(Siempre encontré un hierro
escondido en las íntimas raíces
de todo misterio, 
JMN)


PRIMERA PARTE

En un cabo de la vega
yace el sauce centenario.
En el otro está la aldea.
Tierra es donde tiene el tiempo
greyes blancas que campean
y un aprisco resguardado
por si raya la tormenta,
donde las barquillas labran
la corriente que las sueña
y donde el fiero arado urde
los temperos de la siembra
con una ficción de espigas
de luz y oro que se siegan.
Si no reina la sequía
y si es favorable la era,
su pan se ganan jornada
a jornada sin urgencias.
La labranza y la fatiga
entre sombras la sestean
mientras el sol se atardece,
y a la noche, si se tercia,
se reúnen y platican,
y los críos entre estrellas
chillan, brincan y retozan
alrededor de una hoguera.
Sanciona una voz perdida:
entre iguales no hay pobreza.
El esparto es de las madres,
los peroles, de la abuela.
Siglos en la luz sin verbo.
En un cabo está la aldea
y en el otro extremo el sauce
centenario en su leyenda,
donde oscilaron a veces
en maromas sombras hueras.
Todo habla en la luz del día
para la mirada atenta:
una fuga entre los ojos
y la astrosa vestimenta
y la aldea detrás suya
y entre las manos la cuerda,
que si traen el pesar dentro
el alma traen por fuera.

Vino el mozo que en amores
carga el desamor a cuestas
y el desdén en ceremonia
y una carta con su letra:
Que ni vivo ni me quiero
si no vivo en quien me quiera.
Aquí yo sea sin destino.
Un viento. Risa de yerba
por el sauce. ¿Qué te ríes
de mi desventura inmensa?
Vuelve el mozo su camino
de camino hacia la aldea.

Con la asadura podrida
vino aquél de la taberna
solo, gordo como él solo.
El dolor que no me deja
que la muerte lo soporte.
Un aire. El árbol retiembla.
Quita, quita, cacho gordo,
que no hay rama que te tenga,
que con tu mitad me combas
y completo tú me quiebras.
Mejor te ardan unos fuegos
que acrisolen estas penas,
que en ceniza todo es viento,
que en el polvo nada pesa.
La soga es recia, la rama
cede y da con él en tierra.
¡Maldito sea el ramal
y el árbol y la madera!
La maroma vuelve al sauce
y otra segunda chasquea,
y al final, peso abajo, la
rama que troncha tercera
con un golpe duro y seco
le remata la cabeza.

También vino el conde antiguo
que perdió la feroz guerra,
marcial, grave y sostenido.
Mientras la soga reniega
y aparta: Es menos sufrida
la pistola y más benévola.
Para quitarme la vida
estas manos son primeras.

Y el del augurio funesto
quiso echar también su lengua
aunque nunca se atrevió.
Y la madre que en la puerta
de su habitación los rostros
mortajó del hambre ciega.
Y los que aireó el oficio
coronados por las cuervas
y una brisa de muñecos.
Vamos-dijo uno con befa-
que el señor exige santos.
Y el que atesoraba enferma
a la mujer en el lecho:
Toma, coge mi corteza,
que si las fiebres no sana,
al menos temple su vela.

Vino en una tarde clara
una mula gabarrera
con su gabarrero triste.
Apronta la horca severa
y algo torpe se coloca
sobre su inocente bestia.
Cielo, casi una oración
y con una zanca arrea.
Aprieta los ojos bizcos.
Reprime. La mula quieta.
Contrariado la conmina,
pero, absorta, ni se entera.
Suspira: Salvo de la horca
el cuello por mula necia.
Arre, vamos, que el hogar
ya crepita y se impacienta.


SEGUNDA PARTE

Aquí viene la doncella.
Con el sol en su silencio,
para que no la sientan,
descalzada se ha marchado.
Con un oreo trae las prendas
como de ropas tendidas
y abismada la presencia
y no sé qué espina aguda
que la impulsa y que la inquieta
y un hachón tenue y encendido
para no perder la senda.
Porque no ha dormido en meses
trae ojos de noche negra.
Porque aún es una niña
con sus signos de coqueta, 
sobre las aguas cerradas,
aguas hoscas que no espejan,
con los dedos por el hombro
se acaricia la melena.
De sus mejillas las lágrimas
surte que en el mar no cuentan,
y mientras retoma el paso
tienta y bisbisea y piensa.
¿Qué tienes, niña? ¿Qué lloras?

Yo tenía mis caléndulas
gavilladas, y ya no.

Grande no será la pena,
que cuando los años son
pocos no hieren las ofensas.

Era de avecica, madre,
la sangre sobre la tela.

Suelta, arroja lo más lejos
de tus puños esa prieta
gargantilla. Sólo guarda
sed avara de inocencia
y un cruel y áspero desierto
que no acaba. Deja, deja.

Que yo no quería, madre,
esta falta que me pesa.

Que aquí, de niña, tu madre
esparció su infancia tierna,
que por aquí cruza cándida
la algazara de la escuela, 
que aquí verán tus hijos
el sol en su cumbre abierta. 
Que no sea aquí tu muerte
bajo el sauce. Deja, deja.

Traición de uno de los míos,
que no hay mayor tragedia;
dos veces llevo mi sangre
dentro de mis entretelas.

No eches sobre sus raíces
pardas la pupila ajena.

Quiero arrancarme las carnes,
madre, con todas mis fuerzas
y llenarme la garganta
con el sueño de la acequia;
que quiero morirme, madre,
por que nadie me amanezca,
dar la vida por la boca
hasta que al final me pierda
y la fuente de mis ojos
liberar para que vuelva.

No levantes aquí, triste
niña, tu tumba aérea,
que para morir los jóvenes
ya tenéis la vida entera.
Dogal que echa, dogal es que
se derrama y se regresa 
hacia sus manos. Al sauce,
con su lástima de fiera,
lanza su mirar oscuro:
¿Qué no quieres que me muera?
Con su sino ya pensado
tira el cinto, que le aprieta.
Más voluntad que deseo,
prepara, dispone y cuelga
en la soga el leal cuello.
Buscando tierra y alma nuevas
en un rapto se decide.
No se vea. Que no se vea
ahora cómo el relámpago,
cómo los astros se cierran,
cómo se marchita el tiempo,
cómo se empoza la estela,
cómo pierde cuerpo el alma, 
cómo se queda, ella, muerta. 
Pom. Pom. Esta sombra, 
no la suya, para ella era.
El pelo cobrizo al alba
y los brazos blancos quedan,
y los pies con verdería
bajo de la airada recta.
De mineral o hierro helado,
que los vientos balancean,
da el badajo en la campana
con sus pies en la madera.
Pom. Pom. Levedad.

Entre vahos se despereza
en su fondo el gabarrero
con su mula gabarrera,
y al salir por la mañana
el paso dormido acerca
reclamado por su letanía.
Pom. Pom. Ella. Ella.
Esta es sobrina de aquel
y la pobre hija de aquella.
Hermosura para muertos,
para muertos una reina.
La desciende con cuidado
como a vencida riqueza.
En la mula cadenciosa
bajo una manta cubierta
de regreso la traslada,
que en otro lado está su aldea.

Motejado por su oficio
yo quizás os escribiera
que vio pasar la redonda
luz de estirpes andariegas
y el crecerse de los campos
y los ciclos por la esfera.
Pero no fue así la historia.
Empezó con unas secas
ramas en que se advertía
eterno el sueño de piedra
perenne que después vino.
Y me escribo en la sospecha
de que no quiso ver más
cómo se abrían las tierras, 
para no presenciar nunca
otro infierno en primavera,
ni ser el verdugo inerte 
de sus teatros en tinieblas
ni cadalso vegetal
ni ser la letanía hueca
de la vega, ni del pueblo
ni del cuerpo en la madera.
Para no ver (Pom. Pom.)
cómo los muertos rezan.

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