EL SAUCE DE PERSÉFONE
(Siempre encontré un hierro
escondido en las íntimas raíces
de todo misterio,
JMN)
PRIMERA PARTE
En un cabo
de la vega
yace el
sauce centenario.
En el otro está la
aldea.
Tierra es donde tiene
el tiempo
greyes blancas que campean
y un aprisco
resguardado
por si raya la
tormenta,
donde las barquillas labran
la corriente que las sueña
donde las barquillas labran
la corriente que las sueña
y donde el fiero arado urde
los temperos de la siembra
con una ficción
de espigas
de luz y oro que se siegan.
Si no reina la
sequía
y si es favorable la era,
su pan se ganan
jornada
a jornada sin urgencias.
La labranza y la
fatiga
entre sombras la
sestean
mientras el sol se
atardece,
y a la noche, si
se tercia,
se reúnen y platican,
y los críos entre estrellas
chillan, brincan y retozan
alrededor de una
hoguera.
Sanciona una voz perdida:
entre iguales no hay pobreza.
El esparto es de las madres,
los peroles, de la
abuela.
Siglos en la luz sin verbo.
En un cabo está la
aldea
y en el otro extremo el sauce
centenario en su
leyenda,
donde oscilaron a veces
en maromas sombras hueras.
Todo habla en la luz del día
para la mirada atenta:
una fuga entre los ojos
y la astrosa
vestimenta
y la aldea detrás suya
y entre las manos la cuerda,
que si traen el pesar dentro
el alma traen por fuera.
Vino el mozo que en amores
carga el desamor a cuestas
y el
desdén en ceremonia
y una carta con su letra:
Que ni vivo ni me
quiero
si no vivo en quien me
quiera.
Aquí yo sea sin
destino.
Un viento. Risa de yerba
por el sauce. ¿Qué te ríes
de mi desventura inmensa?
Vuelve
el mozo su camino
de camino hacia la
aldea.
Con la asadura podrida
vino aquél de la
taberna
solo, gordo como él
solo.
El dolor que no me deja
que la muerte lo
soporte.
Un aire. El árbol
retiembla.
Quita, quita, cacho gordo,
que no hay rama que te
tenga,
que con tu mitad me
combas
y completo
tú me quiebras.
Mejor te ardan unos
fuegos
que acrisolen estas penas,
que en ceniza todo es
viento,
que en el polvo nada
pesa.
La soga es recia, la
rama
cede y da con él en
tierra.
¡Maldito sea el ramal
y el árbol y la madera!
La maroma vuelve al
sauce
y otra segunda
chasquea,
y al final,
peso abajo, la
rama que troncha tercera
con un golpe duro y
seco
le remata la cabeza.
También vino el conde
antiguo
que perdió la feroz
guerra,
marcial, grave y sostenido.
Mientras la soga reniega
y aparta: Es menos sufrida
la pistola y más
benévola.
Para quitarme la vida
estas manos son primeras.
Y el del augurio
funesto
quiso echar también su lengua
aunque
nunca se atrevió.
Y la madre que en la
puerta
de su habitación los rostros
mortajó del hambre ciega.
Y los
que aireó el oficio
coronados por las cuervas
y una brisa de
muñecos.
Vamos-dijo uno con befa-
que el señor exige
santos.
Y el que atesoraba enferma
a la mujer en el lecho:
Toma, coge mi corteza,
que si las fiebres no sana,
al menos temple su vela.
Vino en una tarde clara
una mula gabarrera
con su gabarrero
triste.
Apronta la horca
severa
y algo torpe se coloca
sobre su inocente bestia.
Cielo, casi una
oración
y con una zanca arrea.
Aprieta los ojos
bizcos.
Reprime. La mula
quieta.
Contrariado la
conmina,
pero, absorta, ni se entera.
Suspira: Salvo de la horca
el cuello por mula necia.
Arre, vamos, que el hogar
ya crepita y se impacienta.
SEGUNDA PARTE
Aquí viene la
doncella.
Con el sol en su silencio,
para que no la sientan,
descalzada se ha marchado.
Con
un oreo trae las prendas
como de
ropas tendidas
y abismada la presencia
y no sé qué espina
aguda
que la impulsa y que la
inquieta
y
un hachón tenue y
encendido
para no perder la
senda.
Porque no ha dormido en meses
trae ojos de noche negra.
Porque aún es una niña
con sus signos de coqueta,
sobre las aguas cerradas,
aguas hoscas que no espejan,
con los dedos por el hombro
se acaricia la melena.
De sus mejillas las lágrimas
surte que en el mar no cuentan,
y mientras retoma el paso
tienta y bisbisea y piensa.
¿Qué tienes, niña?
¿Qué lloras?
Yo tenía mis caléndulas
gavilladas, y ya no.
Grande no será la
pena,
que cuando los años
son
pocos no hieren las ofensas.
Era de avecica,
madre,
la sangre sobre la tela.
Suelta, arroja lo más lejos
de tus puños esa prieta
gargantilla. Sólo guarda
sed avara de inocencia
y un cruel y áspero desierto
que no acaba. Deja, deja.
Suelta, arroja lo más lejos
de tus puños esa prieta
gargantilla. Sólo guarda
sed avara de inocencia
y un cruel y áspero desierto
que no acaba. Deja, deja.
Que yo no quería, madre,
esta falta que me pesa.
Que aquí, de niña, tu madre
esparció su infancia tierna,
que por aquí cruza cándida
la algazara de la escuela,
que aquí verán tus hijos
el sol en su cumbre abierta.
Que no sea aquí tu muerte
bajo el sauce. Deja, deja.
Que aquí, de niña, tu madre
esparció su infancia tierna,
que por aquí cruza cándida
la algazara de la escuela,
que aquí verán tus hijos
el sol en su cumbre abierta.
Que no sea aquí tu muerte
bajo el sauce. Deja, deja.
Traición
de uno de los míos,
que
no hay mayor tragedia;
dos
veces llevo mi sangre
dentro
de mis entretelas.
No eches sobre sus raíces
pardas la pupila ajena.
No eches sobre sus raíces
pardas la pupila ajena.
Quiero
arrancarme las carnes,
madre,
con todas mis fuerzas
y llenarme la garganta
con el sueño de la acequia;
que quiero morirme, madre,
por que nadie me amanezca,
dar la vida por la boca
hasta que al final me pierda
y llenarme la garganta
con el sueño de la acequia;
que quiero morirme, madre,
por que nadie me amanezca,
dar la vida por la boca
hasta que al final me pierda
y
la fuente de mis ojos
liberar
para que vuelva.
No levantes aquí, triste
niña, tu tumba aérea,
que para morir los jóvenes
ya tenéis la vida entera.
Dogal que echa, dogal es que
se derrama y se regresa
hacia sus manos. Al sauce,
con su lástima de fiera,
lanza su mirar oscuro:
¿Qué no quieres que me muera?
Con su sino ya pensado
tira el cinto, que le aprieta.
Más voluntad que deseo,
prepara, dispone y cuelga
en la soga el leal cuello.
Buscando tierra y alma nuevas
en un rapto se decide.
No se vea. Que no se vea
ahora cómo el relámpago,
cómo los astros se cierran,
cómo se marchita el tiempo,
cómo se empoza la estela,
cómo pierde cuerpo el alma,
cómo se queda, ella, muerta.
Pom. Pom. Esta sombra,
no la suya, para ella era.
El pelo cobrizo al alba
y los brazos blancos quedan,
y los pies con verdería
bajo de la airada recta.
De mineral o hierro helado,
que los vientos balancean,
da el badajo en la campana
con sus pies en la madera.
Pom. Pom. Levedad.
Entre vahos se despereza
en su fondo el gabarrero
con su mula gabarrera,
y al salir por la mañana
el paso dormido acerca
reclamado por su letanía.
Pom. Pom. Ella. Ella.
Esta es sobrina de aquel
y la pobre hija de aquella.
Hermosura para muertos,
para muertos una reina.
La desciende con cuidado
como a vencida riqueza.
En la mula cadenciosa
bajo una manta cubierta
de regreso la traslada,
que en otro lado está su aldea.
Motejado por su oficio
yo quizás os escribiera
que vio pasar la redonda
luz de estirpes andariegas
y el crecerse de los campos
y los ciclos por la esfera.
Pero no fue así la historia.
Empezó con unas secas
ramas en que se advertía
eterno el sueño de piedra
perenne que después vino.
Y me escribo en la sospecha
de que no quiso ver más
cómo se abrían las tierras,
para no presenciar nunca
otro infierno en primavera,
ni ser el verdugo inerte
de sus teatros en tinieblas
ni cadalso vegetal
ni ser la letanía hueca
de la vega, ni del pueblo
ni del cuerpo en la madera.
Para no ver (Pom. Pom.)
cómo los muertos rezan.
No levantes aquí, triste
niña, tu tumba aérea,
que para morir los jóvenes
ya tenéis la vida entera.
Dogal que echa, dogal es que
se derrama y se regresa
hacia sus manos. Al sauce,
con su lástima de fiera,
lanza su mirar oscuro:
¿Qué no quieres que me muera?
Con su sino ya pensado
tira el cinto, que le aprieta.
Más voluntad que deseo,
prepara, dispone y cuelga
en la soga el leal cuello.
Buscando tierra y alma nuevas
en un rapto se decide.
No se vea. Que no se vea
ahora cómo el relámpago,
cómo los astros se cierran,
cómo se marchita el tiempo,
cómo se empoza la estela,
cómo pierde cuerpo el alma,
cómo se queda, ella, muerta.
Pom. Pom. Esta sombra,
no la suya, para ella era.
El pelo cobrizo al alba
y los brazos blancos quedan,
y los pies con verdería
bajo de la airada recta.
De mineral o hierro helado,
que los vientos balancean,
da el badajo en la campana
con sus pies en la madera.
Pom. Pom. Levedad.
Entre vahos se despereza
en su fondo el gabarrero
con su mula gabarrera,
y al salir por la mañana
el paso dormido acerca
reclamado por su letanía.
Pom. Pom. Ella. Ella.
Esta es sobrina de aquel
y la pobre hija de aquella.
Hermosura para muertos,
para muertos una reina.
La desciende con cuidado
como a vencida riqueza.
En la mula cadenciosa
bajo una manta cubierta
de regreso la traslada,
que en otro lado está su aldea.
Motejado por su oficio
yo quizás os escribiera
que vio pasar la redonda
luz de estirpes andariegas
y el crecerse de los campos
y los ciclos por la esfera.
Pero no fue así la historia.
Empezó con unas secas
ramas en que se advertía
eterno el sueño de piedra
perenne que después vino.
Y me escribo en la sospecha
de que no quiso ver más
cómo se abrían las tierras,
para no presenciar nunca
otro infierno en primavera,
ni ser el verdugo inerte
de sus teatros en tinieblas
ni cadalso vegetal
ni ser la letanía hueca
de la vega, ni del pueblo
ni del cuerpo en la madera.
Para no ver (Pom. Pom.)
cómo los muertos rezan.
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